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Posts Tagged ‘esperanza’

Llegas de Francia con tus chicos y estás contenta por los momentos de familia, por el buen tiempo, por lo singular de lo que has visto, por la comida buena.

“Mama, que mires el móvil”. Alarma. Y llamas a tu otro hijo.

“Que me dicen que si esta chica tiene familia, que venga rápido. Que no pinta bien”. El suelo desaparece de debajo de tus pies.

Dolor intenso, intenso. Y pánico.

El viaje en tren lo haces llorando. Y orando. Estás desolada.

Y entras en la habitación, y solo quieres ver a tu hija, que te sonríe entre las sábanas, tan pálida, tan débil, tan pequeña. Y la besas y te alegras de tenerla entre tus brazos.

Y se instala un pacto de amor y de paz. Estamos juntas, estaremos todos juntos. Y podremos sonreír, y hablaremos. Y especularemos sobre lo que no sabemos, tan incierto y terrible, pero suavemente.

Porque sabes que nada está en tus manos, apenas nada. Y cubrirás a tu hija con la colcha, por si tiene frío, que no tiene. Por proteger. Y cortarás su comida a pedacitos pequeños, y la fruta, y comprarás galletas o lo que te pida, para que solo consiga ingerir dos cucharadas de caldo y un gajo de mandarina. Y ésa será la buena noticia del día: lo que ha conseguido comer.

No hay diagnóstico, pero ves la preocupación en el personal médico. Y todo lo que te dicen es malo o muy malo, así que prefieres quedarte con lo primero, e instalar ahí tu esperanza.

Los días pasan, ni lentos ni rápidos. Estamos en otra dimensión, desconectados de la vida de antes, aislados en una burbuja donde lo que importa es extraño y absurdo.

Pero hay cariño y buen humor incluso, y confianza en que el camino que haya que recorrer será en compañía. Y la valentía de tu hija es tu consuelo.

Y tú hablas con tu Dios, el que sabes que te ama. Y no le preguntas por qué ni por qué a ti, porque piensas que no puedes aportar ninguna razón que te exima de sufrir. Tú sabes que hay un plan y que se libra una batalla, aunque no alcanzas a dimensionar en cuantos campos.

Y sabes también que tu Señor no es un Dios poderoso, sino el Todopoderoso. Sea cuál sea el diagnóstico, Él podrá sanar absolutamente. Pero no conoces cuál es su idea en el caso de tu hija. Así que le pides fuerzas, fuerzas para ti y para todos, para cada día, para cada momento, cada vez que la pinchan -¡mil veces al día!-, que la llevan y la traen para tantas pruebas… en silla de ruedas porque no se tiene en pie…

A ti se te ha instalado una tristeza profunda, profundísima. Pero no te agarrota a pesar de la impotencia. ¡Te cambiarías un millón de veces por tu niña!

Y puedes ver a los ángeles. En el abrazo apretado, al bajar del tren; en la casa abierta, para todos los días que necesites; en la delicadeza de las enfermeras; en los que respetan tu dolor y no te agobian; en los que vienen a la UCI solo para aguantar tu abrigo y el bolso en la sala de espera.

Y crees intuir que todo estaba previsto, porque el único médico que conoces en Madrid trabaja en este hospital y es amigo, porque hace un par de meses que hay una quimio nueva de dos horas en lugar de seis, porque los aparatos de radioterapia están recién estrenados para tu niña. Y suma y sigue.

Y cuando ella vuelve del país de los sueños, a donde ha marchado sin avisar y sin que estuviera previsto, y tú todavía entiendes menos lo que está ocurriendo, te das cuenta de que, aun en medio de la bruma, le han vuelto las fuerzas y, por fin, las ganas de comer.

Y comienza la caída del cabello y agradeces que tu otra niña está allí, y ayuda a su hermana a dejarla preciosa. Y llegan los cursos de pañuelos. Y de maquillajes. Y tu corazón se encoge y se encoge.

Y debes acostumbrarte a contener las lágrimas cuando la miras sin el pañuelo y tampoco le ves las cejas ni pestañas. Pero como ella te sonríe…

Y al final… al final te das cuenta de que, en medio de la terrible tormenta, el Maestro no dormía en la barca sino que ha estado todo el tiempo allí, erguido, majestuoso, increpando al viento y diciéndole: “¡No soples tan fuerte, hoy no!”, y a las olas: “¡Eh, eh! ¡Sólo hasta aquí, nada de anegar la barca!”.

Y sí, Ebenezer[i], pues hasta aquí te ha ayudado, os ha ayudado, el Señor.

 

 

[i] “Roca de ayuda”

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Sí los hay, a estas alturas del siglo XXI. Nunca los había visto antes, pero están entre nosotros.

El Madrid de otros tiempos era familia y risas de niños, edificios imponentes, vacaciones, luces, encuetros con amigos y actividades docentes, espacios amplios, la plaza Mayor, una cañita y bocadillos de calamares, historia familiar en el Hotel Palace, recuerdos en la iglesia de Chamberí…

El de ahora es otro Madrid. Es el Madrid del dolor, la incertidumbre, la espera de la sentencia, el pánico. Y es en este Madrid donde los ángeles se han mostrado de manera inesperada, porque se encuentran de incógnito repartidos por la ciudad. Pero los hemos identificado.

En esta época siguen vistiendo de blanco, aunque no con túnicas. Lucen uniforme de camisa y pantalón de algodón o batas hasta la rodilla por encima de la ropa, blanco todo, y sábanas y esponjas jabonosas en las manos, o termómetros en los bolsillos, o jeringas y sueros en carros ruidosos, o fonendos colgados del cuello.

Y sabes que son ellos por esa mirada de calor tierno cuando te saben vulnerable, o la palabra dulce que te regalan en el momento más terrible, o por el apretón en el brazo cuando ya no tienes fuerzas para contener las lágrimas.

Uno de los ángeles está en la planta quinta, se hace pasar por doctora, y deseaba de corazón que lo que le pasa a mi niña no fuera de su incumbencia, pareciendo incluso que luchaba por un diagnóstico más favorable de la especialidad de la segunda planta.

Otro de los que hemos identificado lucía una melena pelirroja, y apareció por la noche con la excusa de tomar la tensión a la chiquilla, y nos vio el susto incluso a oscuras, y se quedó hablando con nosotras y explicándonos lo que necesitábamos oir. Justo antes de retirarse, nos dijo con una sonrisa pícara: “Por cierto, me llamo Esperanza”.

Hemos conocido algunos más. Uno se hacía pasar por paciente y se interesaba genuinamente por la salud y los progresos del tratamiento de mi hija.

Y durante todo este tiempo difícil, uno que, desde la discreción, seguía todas las incidencias desde el principio, los resultados de las pruebas, subía a dar ánimos y explicaciones claras, y a hacernos reir si era necesario, y que se presentó sin más disimulo y de manera inmediata en el día más oscuro, cuando la soledad abrumaba ya tanto que sentías sobrepasadas tus fuerzas, tu ánimo y casi todas tus reservas frente a lo que estaba ocurriendo. Y vino con refuerzos, y nos regalaron el abrazo acogedor, los besos, las palabras de bálsamo para el espíritu.

He cogido tanta práctica en la identificación de estos seres maravillosos, ¡que soy capaz de detectar a los que ni siquiera visten de blanco! Algunos te preparan una tila doble en la madrugada o, con su apariencia de casi 70 años, son capaces de bajar volando dos pisos para preguntarte por la niña antes de que tomes el ascensor.

Ahora, sobre todo, necesito ver los ojos de ese otro ángel que duerme en algún lugar que deseo de todo corazón que sea plácido; necesito su dulzura y sus sonrisas, su ánimo sereno, y necesito, necesitamos, que sea pronto, cuanto antes muchísimo mejor.



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Hace una semana fui partícipe de una experiencia única. Era una luminosa tarde de verano y muchos acudimos a un templo, a una iglesia evangélica para más señas. ¡Qué alegría poder estar con los amigos cercanos! ¡Qué gusto reencontrar viejos camaradas, aquellos que nos acompañaron durante un tiempo, quizá hace muchos años! Cuántas personas recogidas en aquel lugar amplio y fresco para darse apoyo, para acompañar en una despedida, para celebrar una vida y al Dios de la vida.

Estuvimos cantando la mayor parte del tiempo a pleno pulmón, con convicción, con las voces afinadas, aunque no niego que quizá se quebraron en algún momento. Cantamos a Jesús todo el rato, al Señor, a lo que dijo, a lo que hizo; recordamos sus hermosas promesas que tienen por garantía la propia resurrección del Salvador.

“Mi corazón entona esta canción: ¡cuán grande es Él!

Antes de encenderse las estrellas, antes de existir el hombre aquí, antes de arruinar las cosas bellas, Cristo, el Cordero, se entregó por ti. No hubo solución aparte de la cruz…

Ahora soy de Cristo, mío también es Él; puedo gozar de su amistad por la eternidad…

Cara a cara espero verle, más allá del cielo azul…

Más allá del sol yo tengo un hogar, bello hogar…

Suenan las notas de la grata victoria; voy, pues, con gozo a mi dulce hogar.

¡Grata certeza! ¡Soy de Jesús! Hecho heredero de eterna salud… Esta es mi historia y es mi canción…

Esperando, esperando otra vida sin dolor, do me dé la bienvenida mi Jesús, mi Salvador.

Cuando allá se pase lista cierto estoy que por su gracia yo estaré…”

Esto cantamos y mucho más en el culto de despedida de una muy querida hermana nuestra, que ya había marchado a la casa del Padre. Desde un vídeo conmovedor nos hablaba de la única esperanza posible, de la necesidad de buscar al Señor mientras hay tiempo, de que los palos de la vida no son excusa… Y tenía una palabra especial para cada uno de los suyos más cercanos: los hijos, los nietos, los hermanos, el marido, las hermanas y hermanos de la iglesia…

Ella sabía en quién había creído y estaba agradecida. Por eso al final de su camino quiso un culto de alabanza, gratitud y adoración a su Señor. La enfermedad que se la llevó fue especialmente terrible, pero ella supo ver más allá de las cosas terrenales durante toda su vida, y en los peores momentos se sostuvo viendo al Invisible.

Este día que os refiero salimos con el corazón triste por la separación de nuestra hermana, pero a la vez lleno de ese gozo posible incluso en circunstancias de muerte, por el conocimiento personal de Dios y su amor hacia cada uno de nosotros. Lo habíamos estado recordando juntos, en medio de una multitud.

En la puerta, al despedirme del marido, me decía con su pena insoslayable pero lleno de paz: “El Señor es bueno y es fiel”.

Sí, es evidente que están locos, estos cristianos –parafraseando a Astérix y Obélix. ¡Pero qué locura gloriosa, ya anunciada por escrito en el libro más asombroso que jamás pudiéramos haber imaginado!

Ese mismo día, el enemigo también estuvo trabajando, como siempre, intentando estorbar y destruir. Pero la batalla final está ganada por este mismo Jesús allá en la cruz, y sabemos que los de limpio corazón y los pacificadores son los bienaventurados.

2012 08 j Mont-Saint-Michel (59)

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