No me preguntes cómo estoy.
No se lo preguntes tampoco al padre de Sara. Ni al marido, ni a los hermanos.
No nos preguntes eso.
Es difícil cargar la ausencia, el dolor, los recuerdos, los objetos, los lugares, los detalles. Y hacer como que no pasa nada, que todo está bien, que la tristeza no aplasta el alma.
No me digas que el tiempo lo cura todo. Tú no ves el muñón que sangra, aún está en carne viva. Es una amputación invisible para ti, y te falla la memoria. Mi cuerpo se duele cada segundo de mi día y de mi noche.
No me digas que la vida sigue. La tuya sigue, desde el momento en que marchaste, cuando saliste de acompañarnos en el tanatorio. La mía está partida.
No comentes que menos mal que no quedaron niños pequeños. No digas disparates. Que ésta es la gran pena que se nos añade, al marido sobre todo. ¿Dónde ver ahora los ojos color trigo maduro? ¿Dónde vislumbrar aquella inteligencia combinada con ternura? ¿Dónde disfrutar de aquella sonrisa infinita y luminosa?
Calla.
No me digas que hay que aceptar la voluntad del Señor. Acéptala tú… cuando se lleve a tu hija. Quizá entonces comprendas que no sabes lo que dices, tan frívolamente, con tanta inmisericordia. Que cuando un corazón está así de dolido no necesita doctrina ni ortodoxia. Necesita cariño.
No me preguntes cómo estoy. Hago lo que puedo, con la ayuda de Dios.
Y tengo paciencia y te perdono, porque sé que me aprecias.
Tú mejor dame un beso, o dos, y un abrazo sentido.
Y no digas nada.