Hasta aquí ha sido una pequeña degustación de esta Francia tan grande y, sin embargo, abarcable en cierta medida. Llevo los ojos llenos de verde y de nubes; el cuerpo venía de nuestro abrasador agosto esperando más verano, y me he encontrado de repente a finales de octubre.
Encaramada a las Dunes de Pyla, mientras contemplaba aquella cadena de arena tan alta y tan larga surgiendo al lado mismo de un bosque duro y oscuro, tocando el océano, me imaginaba una conversación del Creador allá en el principio: “Pongamos un pequeño montoncito de arena aquí, que le hará gracia al Hombre, ya verás…”.
He paseado por bosques húmedos y sombríos, con la familia, cruzando arroyuelos de agua naranja, saltando piedras, trepando rocas, caminando por el barro, donde la luz del sol se filtraba con tal imaginación y belleza, que la visión del cuadro me hacía llorar.
La mirada al Mont Saint Michel ya desde el aparcamiento era impresionante. La abadía emerge tan soberbiamente alta sobre la roca que el resto del pueblo parece de juguete, pero tiene su Gendarmerie, su La Poste, sus tiendecitas en las pequeñas calles, sus restaurantes con comedores sorprendentemente amplios, sus gorriones que entran en todas partes y, como una plaga, buscan comida en todas las casas, sus hoteles, incluso un pequeño cementerio. Me pareció que justo ahí, en ese campo santo, se acabaría el jugar.
Cuando ya marchábamos de Mont Saint Michel ocurrieron dos cosas buenas. La primera fue que nos encontramos con una hermana y un hermano de esa gran familia que Dios nos ha regalado y que tenemos por todo el mundo. La segunda fue que empezó a subir la marea y, en un momento, todo comenzó a parecerse más a las postales. Lo que no acabamos de entender es lo de las compuertas…
Cada noche, después de cenar y de leer un capítulo de Isaías, jugábamos al cufu. Creo que he ganado todas las partidas, fuera con el equipo que fuera. Ahí lo dejo.
Ahora nos dirigimos en coche hacia París. Ha llovido, ha salido el sol, hemos parado para repostar gasolina, cafés y sopas. Aún queda carretera por delante y mucha música. La mía sigue proscrita.
Yo no puedo decir todavía que siempre nos quedará París. Pero con alegría puedo afirmar que me quedan, hasta aquí, muchas cosas buenas. Miro alrededor, miro hacia atrás, incluso miro muy lejos, y puedo apreciar lo que me queda de bendiciones. Otras ni siquiera las conozco, o no las distingo, o en mi inconsciencia e ingratitud las doy por sentadas.
Quisiera que los que me rodean tuvieran también una vida rica e intensa, y que fuera así sin importar si a día de hoy es corta o larga. Quisiera serles de bendición…
De camino hacia París pienso también en lo que debería olvidar, en las páginas que tengo que pasar, en los fantasmas que no debo permitir que me visiten. Todo se andará.
Pero hoy por hoy puedo decir que siempre me quedará Francia. Y siempre me quedará Irlanda. Y Cunit, y Montecarlo. Y siempre me quedará l’Hospital de Sant Pau, y la iglesia de calle Cantabria. Y siempre me quedará Montbau… ¡Y podría seguir con tantos lugares, tantos momentos cotidianos, tantas miradas y gestos, tantas pequeñas cosas! Me quedarán todas las mañanas y el bon deia, nenas, és hora de llevar-se, y el desayuno, y el ir al colegio como una pequeña trouppe, y los juegos de la tarde, y que casi nadie quiere hacer los deberes ni ducharse, y la cena dulce, de familia, cada día, tantos días…