De mi último viaje a Francia me reservé una etapa. Fue la visita a Normandía, a las playas donde se produjo el famoso desembarco el 6 de junio de 1944, y al cementerio estadounidense.
No hace falta tener una sensibilidad especialmente desarrollada ni que la infame guerra afectara directamente a nuestro país, a nuestras familias: el lugar sobrecoge. Y lo que más me impresionó a mí son los nombres, las listas de nombres, los sepulcros con nombres, todas aquellas paredes llenas con los nombres de los muertos durante aquellos tres o cuatro días. Jóvenes en su mayoría, entre los 18 y los 22 años, 9387 muertos recogidos bella y ordenadamente en un jardín gigantesco, con las tumbas orientadas al oeste, donde estaba su patria terrenal. Cada hora suena el himno, y todo el mundo se detiene unos instantes.
En otro lugar no muy lejano, el cementerio alemán: 21222 muertos, muchachos jóvenes también, enterrados de dos en dos por la falta de espacio. Cerca, el cementerio judío, y el británico, y el canadiense… Y luego, en Jerusalén, Yad Vashem, el memorial con el nombre de los 6 millones de judíos asesinados en el Holocausto, a manos de los nazis, en esa siniestra 2ª Guerra Mundial.
¡Cuántos muertos innecesarios! Cuántas vidas rotas: las de los soldados, las de sus familias, las de los daños colaterales de toda contienda.
Paseé por ese macabro jardín de Normandía en silencio, leyendo los nombres de las cruces blancas y las estrellas de David. Observaba los lugares de nacimiento, las fechas, los apellidos…
Silencio y respeto. Allí en Normandía el cielo se nubla en un momento y todo se oscurece, y eso ocurrió, a la par que nuestro corazón se encogía frente a la soledad incuestionable de una tumba, de decenas de tumbas, de miles de tumbas.
Había familias que buscaban a los suyos, gente muy mayor. Había rosas en algunas cruces; piñas (no había piedras en el lugar) a los pies de las estrellas de David. Había flores recientes, naranjas y grandes, en tres tumbas contiguas de apellido italiano, dos de ellos hermanos.
Pensé, en aquellos momentos, y lo he meditado después, sobre la importancia de no caer en el olvido: la relación de nombres de los caídos produce un efecto consolador, sanador. Porque se les recuerda, porque hay una pequeña huella de una vida que pasó por este mundo, porque parece que alguien les echa de menos.
Y pensé en los muertos de nuestra guerra civil, no pude evitarlo, y en cómo, tantos años después, no hay mensaje de reconciliación, si no que todavía se quiere castigar con esta pena atroz: la del olvido.
No se permite abrir las fosas comunes, aun cuando están localizadas, para identificar los cuerpos, para poder asignar un nombre y llevar los restos al jardín que se desee o que se pueda. Es un acto de maldad que continúa, porque todo esto se conoce -el efecto curativo, la puerta abierta a una pacificación verdadera- y se insiste en la ignominia de unos. Y no nos pasa inadvertido. Porque éstos sí que son los nuestros, los de nuestra casa, los que echamos de menos: nuestros mayores los han llorado tanto…
En el cementerio estadounidense de Normandía había algunas tumbas sin nombre, que indicaban que ese camarada en concreto no fue identificado, pero que Dios sí le conoce. Y me quedé conforme, porque eso es cierto.
Vinieron a mi cabeza los muertos de Hiroshima y Nagasaki, los que se perdieron en el mar, los que fallecieron en circunstancias oscuras y desaparecieron, los muertos de la antigüedad de quienes no tenemos constancia alguna, todos los ignorados, los insignificantes, los utilizados por otros como carne de cañón, y pensé: mi Dios se acuerda de ellos, porque así lo ha dicho, y los vindicará; a todos, uno por uno.
Este Dios ya dijo, por medio de su profeta Isaías: “Yo les daré lugar en Mi casa y dentro de Mis muros (…), y les daré un nombre permanente (un ‘yad vashem’), que nunca será olvidado”.[i]
Allí en la playa de Omaha en Normandía me acordé de dónde quiero, sobre todo, que esté escrito mi nombre: en el Libro de la Vida. Y gracias a Jesús, mi amado Salvador, está; al precio de su vida, pero está.[ii]