Me comenta un sobrino -un sobrino de esos que la vida te regala, que no son hijos ni de tus hermanos ni de tus hermanas, pero que son parte de tu familia de manera indisoluble-, me comenta, digo, acerca del tiempo que dedicamos en nuestra vida a esperar. Me habla de los tiempos entre dos situaciones, de que tarda dos horas y media en llegar al trabajo. De las pausas.
Los tiempos de las esperas son de distintos colores, pues se tiñen según el sentimiento que nos inspira lo que aguardamos. Amarillos o calabazas los de la espera de las notas de los exámenes, según hayamos estudiado o no. Gris claro o gris oscuro, dependiendo de que vayamos o volvamos del trabajo, cansados ya de la jornada. Azul es la espera del amor, roja la de un diagnóstico médico. Si aguardamos la llegada de un hijito, de una hijita, el tiempo toma todos los verdes, por la ilusión, los temores, los sueños, la alegría. Si quien se acerca es la muerte, la tonalidad siempre es muy oscura y no permite distinguir el color. La espera del fruto de lo bien hecho es anaranjada; la del momento de la reconciliación es púrpura, como el atardecer.
Mientras vivimos, esperamos. Y nuestra vida se colorea según lo que aguardamos. Y en las pausas, cuando nos detenemos un momento a meditar en qué estamos, podemos apreciar los matices, el brillo, el ángulo en que da la luz… y si en nuestra espera hay esperanza.
Deseo que en todo lo bueno que aguardas, tengas esperanza. Y en lo que no la tengas, encuentres el consuelo verdadero, el que quita la sed y el dolor del alma. Y, para después de esta vida, te deseo anclado en la esperanza viva.
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