No sé quién es, me dirás. Pues yo te lo cuento: una persona que vivió su vida con pasión y sencillez. Pasión por Jesús, a quien había conocido de manera personal siendo joven, gracias a su familia cristiana y su casa llena de Biblias, y pasión por las personas, muy especialmente las más necesitadas. Y sencillez, porque no se desvió tras las aclamaciones o reconocimientos públicos, la ceremonia, ni los grandes eventos multitudinarios.
El pasado miércoles 27 de abril sufrió un accidente de coche que le hizo perder su vida aquí en la Tierra. Y los que le recuerdan, los que hablan de él, insisten en su integridad, en su mensaje bíblico, sin concesiones a las modas, radical, y en su fe en su Dios y Salvador.
Uno de sus hijos, Gary, decía el día 29 de ese mismo mes: Mi padre fue conocido por su ilimitada fe. Él creyó que Dios podría cambiar las vidas de miembros de pandillas y transformar a los drogadictos más desesperados. Él creyó que una iglesia dinámica podría ser establecida en el corazón de Times Square, en la ciudad de Nueva York. Él creyó que podría ser un hombre que amara bien a su esposa e hijos. Y lo hizo.
En medio de tiempos tan confusos, donde nos conviene creer que todo es relativo para, no dando la talla, sentirnos igualmente magníficos, cobra un valor especial saber de personas íntegras, esforzadas, fieles. Y, aun sabiendo que no hablamos de perfección absoluta, la lealtad, la entrega y la honestidad nos abruman, por poco frecuentes.
David Wilkerson recogió su experiencia en el libro La Cruz y el Puñal, que fue llevado posteriormente al cine. Todo comenzó cuando en 1958 vio la foto en la revista Life de siete adolescentes condenados por asesinato, y tuvo compasión como la del Señor Jesús. El trabajo en aquel barrio, los conflictos, las pruebas, la lucha… y los triunfos en el nombre del Salvador impresionaron a millones (la película fue doblada a 30 idiomas), entre ellos a una servidora.
Han pasado más de tres décadas desde mi lectura del libro, y del que se leía a continuación, Corre, Nicky, corre, que era el testimonio de uno de los pandilleros convertidos a Cristo, y doy gracias a Dios porque yo he tenido el honor de conocer personalmente a mujeres y hombres de esta misma talla, aquí, cerca, a mi lado, en ámbitos distintos, pero con rasgos comunes que les identifican. Son personas que sueñan los sueños de Dios en favor de otras personas y trabajan incansablemente, porque saben en quién han creído, y conocen lo que Él es capaz de hacer.
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