No sé cuántos de vosotros habéis tenido el placer de formar parte de un coro, de un gran coro. Cuando recibes una nueva partitura, si no eres especialmente entendido en música, apenas te dice nada. Puede que hayas aprendido a localizar en qué pentagrama suele estar tu voz y captas si hay muchas o pocas intervenciones, y si hay variedad o no en la melodía.


Es la magia de la música, la comunión indescriptible que produce, la consciencia de haber sido partícipe de un atisbo de gloria. Mucho más cuando lo que se entona es en adoración y alabanza al Dios creador de cielos y tierra, y Salvador de los pobres seres humanos.
Pues bien, a lo que iba, porque he empezado a contaros todo esto porque una de las veces nos repartieron el precioso tema titulado ‘Oh, la sangre de Cristo’. Una de las muchachas de la fila de delante, al tener la partitura en sus manos y leer las estrofas, comentó: ‘Caramba, qué mal gusto al escoger, ¡sangre! ¡qué letra tan desagradable!’.
Me quedé muy sorprendida, pues para nosotros los cristianos, la sangre de Cristo vertida significa el perdón de nuestros pecados, es nuestra esperanza de gloria y nuestra vida. ¿Qué es lo que no había entendido aquella chica? La canción hacía referencia, en su letra, al pasaje del profeta Isaías en su capítulo 53. ¿Desagradable, la sangre? ‘No hay parecer en él, ni hermosura; le veremos, mas sin atractivo para que le deseemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en quebranto; y como que escondimos de él el rostro, fue menospreciado y no lo estimamos…’.
Sangre, qué asco. Eso. Eso mismo estaba ya profetizado. ¿No sabía aquella joven nada de la expiación de los pecados? ¿Nadie le habló de todo el significado, hasta donde nos es dado comprender, del sacrificio del Señor Jesús en la cruz? ¡Cuántas referencias encontramos en toda la Escritura a la preciosa sangre de Cristo derramada en nuestro favor!
Otro día hablaba yo con un grupo de jóvenes acerca de las conmovedoras y estimulantes biografías de misioneros publicadas por Jucum, y les explicaba que a veces se me hacían difíciles de leer porque ya sabía el trágico final de algunas de aquellas vidas de valientes, en concreto aquel día la de Jim Elliot, allí con los aucas. Y de nuevo un comentario que me dejó perpleja: ‘¿Y por qué van? ¿Están tontos o qué, si es tan peligroso?’.
¿Cómo que por qué van? ¿No saben lo que dijo el Señor, lo que nos mandó, justo antes de despedirse de los suyos hasta su segunda venida? ‘Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura…’.
Me pregunto, ahora sí, en qué hemos fallado. Y me respondo que quizá en no haberles hablado de la esencia del Evangelio: Cristo y su obra, Cristo y lo que pide de cada uno, Cristo, que siempre espera una respuesta.
Quiera Dios que por tenerles entre nosotros no estemos cayendo en confundir a nuestros jóvenes, haciéndoles creer que es lo mismo participar en actividades cristianas que ser hijo de Dios, del Dios Único, Vivo y Verdadero.
Que no se confundan, porque les va la eternidad en ello. Y a nosotros se nos pedirán cuentas.
Publicado en Protestante Digital el 27 de marzo de 2010
Publicado en www.febejorda.com el 15 de noviembre de 2010
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