Algunas ciudades, en determinados momentos, en según qué barrios y zonas, parecen querer aprisionarnos. Sólo presentan paredes, la mayoría de las veces en toda la gama de grises, ocres y marrones, a modo de laberintos carcelarios, con pocas posibilidades de salida.
Algunos días caminamos por las calles atendiendo a los semáforos, procurando no chocar con los otros peatones, intentando no pisar las deposiciones caninas, y vamos con prisa, abstraídos en nuestras miserias, que también nos atrapan y en ocasiones casi nos engullen.
Si por casualidad, o porque oímos el trino de un pájaro, o una radio que suena desde una ventana, alzamos los ojos, nos sorprendemos al ver las copas de los árboles columpiándose suavemente con el viento, en sus distintos tonos de verde que dejan filtrar porciones alargadas de sol. E instintivamente ralentizamos el paso y respiramos un poco más hondo. Y, si mostramos algo más de inteligencia activa, alzamos todavía más la vista y nos damos cuenta de que, más arriba, se ve el cielo, limpio, espectacularmente azul. Y nos preguntamos qué hacemos el resto del tiempo con la cabeza gacha en lugar de levantar la mirada, y cómo podemos ser tan descuidados con estas cuestiones. Entonces nos damos cuenta de que a lo lejos, más allá de los edificios, de los cables y de la ciudad, se encuentran las montañas, y encima, o detrás quizá, no se distingue muy bien, se levantan unos cumulonimbos (se llaman así, ¿verdad?), ¡que brillan en dorado!
Y todos los días podríamos disfrutar este espectáculo, o alguno parecido, u otro completamente distinto pero igual de impresionante. Simplemente deberíamos alzar la mirada, ¿no?